Con el otoño se nos ha ido Manuel Mantero, uno de los poetas más prodigiosos y singulares que nos quedaban en España. Heredero de la gran tradición lírica española del Siglo de Oro y del Modernismo, amigo de Vicente Aleixandre, de Jorge Guillén y de tantos otros, estudioso de los poetas de posguerra y voz propia e independiente de la llamada Generación del 50, Mantero fue y será uno de los grandes.
Conocedor como pocos de la mejor poesía universal, prosista, ensayista, crítico literario y enorme catedrático de literaturas hispánicas durante muchos años en la Atenas norteamericana de la Universidad de Georgia, Mantero se nos ha ido. Ya está en el Parnaso de los grandes poetas, aunque también en el de los más injustamente olvidados en su propia tierra.
A quienes le conocimos y aprendimos de él, tanto en la universidad como en la vida y en su obra, su viaje definitivo al Parnaso nos deja las emociones mudas. A la vez, su marcha nos recuerda todo lo mucho y bueno que nos dejó.
Mantero fue un hombre íntegro al que, pese a los muchos premios, España nunca valoró lo suficiente. Su vida académica y creativa en Estados Unidos desde 1969 es un ejemplo de honradez y valentía. Se alejó siempre de los aduladores y de los que en aquella transición española le ofrecieron galas y politiqueos baratos. Se mantuvo firme en sus ideas liberales, amó a su Sevilla natal y fue fiel a su Andalucía y a esa España que ahora ya él mismo veía tambalearse, como los muros de aquella patria de Quevedo.
En estos tiempos tan inciertos como mediocres, la obra de Mantero se hace especialmente necesaria como lección de vida y aviso para navegantes. Tras sus versos hay una mirada fresca al ser humano, al misterio de la existencia y a los grandes temas universales, desde el amor hasta la propia muerte.
Uno de los sonetos de Mantero, “A Nieves”, presenta una mañana primaveral en el jardín de casa junto a su esposa disfrutando del momento y leyendo las efímeras noticias. El poema se cierra:
… Un día, más fragante
despertará el jardín y yo, radiante,
te leeré la noticia de mi muerte.
Mantero nunca temió a la muerte y siempre creyó en la existencia de un más allá, en la muerte como lógica y necesaria evolución de la vida.
En otro poema “Urna con tierra andaluza”, el mismo Mantero nos adelantó su deseo final:
Yo no quiero coronas de flores en mi muerte.
¿Para qué festejarme con aromas geométricos
que olerán otros? Baste mi sola muerte y cumpla
su duración la flor, su edad bajo las aves.
No flores: fuego. Cuando mi pecho ya no aliente,
este claro puñado de tierra de mi tierra
sobre mi pecho pongan. Después me quemen. Nunca
arderán dos amantes con tanta eternidad.
Mantero vivió una vida plena y aceptó la muerte enamorado de su Nieves, atento a sus hijos, su familia y siempre en sangre su Andalucía eterna. Su vida fue aquella “primavera del ser” que dio título a uno de sus libros.
Acompañando en el dolor por su partida a toda su familia y a cuantos lo llevamos en el corazón, vaya en humilde prosa este adiós y este hasta pronto para usted, ya en su Parnaso, querido Manuel Mantero…